A los 75 años, el excéntrico y genial pintor catalán ingresó en el cerrado y exclusivo círculo de la Academia de Bellas Artes de Francia. Como siempre, rompió con todas las tradiciones. Y convirtió a la ceremonia de recepción en un show...
"Yo soy el elemento que faltaba para que la Academia tenga algo de divino", bramó Salvador Dalí con su voz áspera y su marcado acento catalán. El miércoles pasado, esa frase retumbó como un desafío bajo la venerable cúpula del Palacio Mazarín —frente al Museo del Louvre, en la otra orilla del Sena, cuando Salvador Dalí recibió la espada que lo consagró miembro de la Academia de Bellas Artes.
En lugar de provocar un murmullo de desaprobación, esa pretenciosa definición desencadenó una tormenta de risas y aplausos: ningún otro artista del mundo se hubiera atrevido a lanzar semejante desafío en el momento de incorporarse al selecto círculo de catorce extranjeros admitidos en el seno de los "inmortales". Ese privilegio había sido exclusivamente reservado, hasta ahora, a Giorgio de Chirico, Vittorio Cini, Lord Clark of Saltwood, Oscar Espla, Henry Moore, el mariscal Montgomery, Pier Luigi Nervi, Gabriel Ollivier, Max Winders, Arthur Rubinstein y —por misteriosas razones políticas— la ex emperatriz Farah Diba.
Pero la admisión de Dalí —idolatrado por sus partidarios y execrado por sus adversarios— estuvo a punto de provocar un cisma entre los académicos franceses cuando debieron votar para designar al sucesor de Mariano Andreu. El indicio más visible de las pasiones que se agitaron durante los últimos meses bajo la cúpula de la Academia se advirtió el miércoles pasado, cuando dos célebres pintores franceses —Georges Matlieu y Bernard Buffet— se negaron a asistir a la ceremonia de recepción de Dalí.
Sin inquietarse excesivamente por ese desaire, Dalí preparó minuciosamente todos los aspectos de la ceremonia —aparentemente informal— para convertirla en un acontecimiento sin precedentes en la historia de la Academia. La primera conmoción se produjo una semana antes de la ceremonia, cuando Dalí pulverizó una de las tradiciones más sólidas de la Academia: en lugar de entregar el texto de su discurso por anticipado, como es habitual, se limitó a enviar un enigmático telegrama al presidente del instituto.
"Mi discurso será improvisado. Hablaré sobre Velázquez, mi esposa Gala, el becerro de oro, la estación Perpignan y naturalmente sobre mí mismo", advirtió desde la lujosa suite que ocupaba en el Waldorf Astoria de Nueva York.
El presidente ignoraba, en ese momento, que Dalí tramaba en Nueva York una segunda violación de las sólidas tradiciones de la Academia: una semana antes de la ceremonia, firmó un contrato con una editorial norteamericana para reproducir en exclusividad —en una edición de lujo— el texto de su discurso improvisado en la Academia.
Ese libro concebido como joya artística, será ilustrado con una serie de litografías especialmente creadas por Dalí para conmemorar su ascensión al rango de "inmortal".
Pero esa decisión fue interpretada como una bofetada por el diario "'Le Monde'' de París que, habitualmente, consagra un suplemento especial de cuatro páginas para reproducir —en versión integral— los discursos de los nuevos académicos, para marcar su desaprobación por esa actitud "mercantilista", "Le Monde" no formuló ninguna referencia al ingreso de Dalí a la Academia.
Para aumentar esa expectativa, concebida como un operativo publicitario capaz de ridiculizar a los talentosos creativos de Madison Avenue, 24 horas antes de penetrar al Palacio Mazarín para inmortalizarse, Dalí lanzó un temerario desafío: "La persona que encuentre el significado del anagrama de una escultura de Mariano
Andreu recibirá una litografía auténtica y no de esas burdas imitaciones que circulan en todo el mundo." No es difícil imaginar que, en ese marco, su ingreso a la Academia haya suscitado un interés sin precedentes en los medios artísticos de París. Por primera vez en la historia de la Academia, el hemiciclo del Palacio Mazarín debió acoger las cámaras de seis televisiones extranjeras que habían firmado un contrato con Dalí para reproducir la ceremonia.
Para justificar esa expectativa, Dalí —vestido con el frac verde bordado de los académicos— no vaciló en realizar un ingreso espectacular: "Picasso era un genio. Yo también. Picasso era millonario. Yo también. Picasso era comunista. Yo no", ironizó al principio de su discurso improvisado.
Mientras hablaba —apoyado por un apunte que había borroneado pocas horas antes sobre un puñado de hojas amarillas—, Dalí acarició un par de veces la empuñadura de su espada, diseñada por él mismo: un águila con las alas desplegadas que simboliza los ojos penetrantes de su esposa Gala.
Pero Dalí logró su mayor golpe de efecto cuando marcó una larga pausa y anticipó: "Ahora voy a decir la parte más importante de mi discurso. Algo que nadie sabe todavía. Una cosa prodigiosa que cambia el sentido de las cosas". Con un rápido golpe de vista recorrió la primera fila para verificar el impacto que habían provocado esas palabras entre los académicos y algunos invitados ilustres como Arthur Rubinstein, Roger Peyrefitte, el escultor Paul Belmondo y el millonario Daniel Wildenstein.
"Ahora puedo afirmar, de fuente fidedigna —reveló— que Velázquez pintó la estación de Perpignan".
Sin detenerse a escuchar las carcajadas que resonaron bajo la cúpula, Dalí volvió a desarrollar su extraña teoría, según la cual la estación de Perpignan —al sur de Francia— mantienen a España unida al continente. "Fue en ese lugar donde España giró sobre sí misma en el momento en que se produjo la deriva de los continentes. Sin la estación de Perpignan para mantenernos aferrados al continente, hubiéramos derivado hasta Australia y ahora viviríamos entre los canguros".
Para terminar de asombrar a los académicos, culminó su discurso con su célebre grito: "Viva la estación de Perpignan y viva Figueres".
Cuando algún inocente le pregunta cuál es el mérito de Figueres, Dalí responde: "Allí nací, hace 75 años".
No hay comentarios:
Publicar un comentario